«Sailor Moon»: la reina Neherenia y el patriarcado

Este artículo contiene spoilers de Sailor Moon Super S.

A estas alturas de la vida, empezar este artículo presentándote Sailor Moon como si no supieras lo que es sería una tontería. Y es que no sólo es un icono de los 90 y de nuestra infancia, también es considerado uno de los mejores mangas/animes de la historia y el que volvió a popularizar el género de las magical girl.

Hace un tiempo decidí volver a verlo, básicamente para enterarme bien de la trama y para comprobar si había envejecido tan bien como todo el mundo sugería. Y en la cuarta temporada redescubrí a la reina Neherenia, la que me atrevería a definir como el personaje con más dimensión de la serie.

(Aviso: voy a hablar de la Neherenia del anime, no de la del manga. Me consta que hay bastantes diferencias entre ambas.)

La reina Neherenia es la antagonista principal de la cuarta temporada (Sailor Moon Super S) y la líder de Death Moon. Ella misma cuenta que era la soberana de un próspero y feliz reino donde era alabada y respetada por su gran belleza.

Un día le preguntó a su espejo mágico si su destino sería ser por siempre hermosa, y él le reveló el aspecto que tendría en un futuro: el de una mujer encorvada y de pelo canoso, consumida por los años. Horrorizada por la imagen que el espejo le devolvía, comenzó a alimentarse de los sueños de sus súbditos para mantenerse joven y bella, aunque eso implicara convertirles en “cadáveres andantes” con quienes no tendría nunca una conexión emocional. Por otro lado, su ambición de gobernar el reino del Milenio de Plata la llevó a un enfrentamiento con la Reina Serenity, quien la terminó venciendo y encerrando en su propio espejo. Allí permaneció atrapada durante miles de años, conservando su apariencia y su juventud, pero sola y en la oscuridad, hasta que logró llegar a la Tierra.

En la batalla final contra Sailor Moon, cuando está a punto de ser derrotada de nuevo, se ve a sí misma con ese aspecto que tanto ha temido siempre. Ha asumido que volverá a ser abandonada en la oscuridad. Pero no le asusta (de hecho, lo prefiere): sabe que, si permanece encerrada en su espejo, podrá mantenerse joven y bella por toda la eternidad, aunque eso implique estar sola.

Históricamente, la base de la validación femenina ha sido siempre su belleza. En una sociedad que consideraba que la mujer sólo se realizaba como persona con el matrimonio y los hijos, conseguir casarse (y hacerlo con un buen pretendiente) era fundamental, y la apariencia física era el factor principal para que un hombre se decantara por ti y no por tu vecina o tu hermana. La mujer más atractiva era la que conseguía el mejor marido, es decir, el hombre con mejor posición social y mayor fortuna. A su vez, ellos buscaban a la mujer más joven y atractiva, porque este era un distintivo ante la sociedad. Tener otras habilidades era llamativo, por supuesto, igual que el tener una familia con poder adquisitivo, pero nunca tanto como una gran belleza que despertara la envidia de todo el mundo.

Pero ¿cuál era el futuro que le esperaba a las otras mujeres? ¿Las que no eran lo suficientemente atractivas como para que un hombre las cortejara? Pues lo habitual era la exclusión social. En primer lugar porque, si hemos dicho que una mujer “conseguía realizarse” a través del matrimonio y los hijos, aquella que no lo lograba era vista como una inferior (y aquí podríamos hacer una horquilla que abarcara desde el estereotipo de bruja medieval de la mujer vieja que vive sola en el bosque hasta la “solterona” del siglo XX o la “mujer de los gatos” de ahora). Y en segundo lugar porque las mujeres lo tenían muy complicado para tener propiedades o generar ingresos por su cuenta, y ya no digamos poder mantenerse sin la ayuda de un marido, así que lo más común era seguir viviendo en la casa familiar, ingresar en un convento… o verse obligadas a recurrir a la mendicidad.

Lo mismo pasaba si hablamos de la juventud (exacto: el que un hombre con arrugas y canas nos parezca sexy pero una mujer con la misma imagen no, es un gusto aprendido que arrastramos desde hace siglos). A medida que una mujer iba cumpliendo años se la iba considerando cada vez menos atrayente, porque llegaba a la menopausia y dejaba de ser capaz de “darle hijos” a su esposo y porque un hombre casado con una mujer de cierta edad era interpretado como alguien que “se quedaba con las sobras”, alguien que no tenía suficiente estatus como para cortejar a una más joven.

Así que las mujeres no sólo estaban sometidas a la presión de estar siempre guapa (y serlo más que las demás). También competían en una carrera contra el tiempo, donde cada año que pasaba sus opciones se veían más reducidas.

Aunque no hace falta retroceder en el tiempo para ver que las mujeres seguimos siendo, en cierto modo, esclavas de nuestro cuerpo (porque una cosa es que te guste mantenerte joven y que alaben tu aspecto y otra que tu físico sea lo único relevante de tu persona, para bien o para mal). La publicidad nos recuerda lo malo que es envejecer y la cantidad de dinero que tenemos que invertir en que esto no ocurra, las actrices de Hollywood dejan de recibir ofertas de trabajo pasados los 40 (cosa que no pasa con sus colegas hombres), no dejan de salir casos nuevos de trastornos alimenticios (y no sólo en gente joven) y un largo etcétera.

La mayor cualidad de Neherenia era su belleza. Eso era lo que le habían dicho desde pequeña, y ahí es donde ella sustentaba su autoestima y su validación como persona. Cuando le preguntó al espejo sobre su futuro y éste le respondió con un reflejo, ella vio un monstruo. Una mujer que había perdido todas aquellas cualidades que la hacían ser quien era. Una mujer tan horrenda que nunca podría volver a tener el respeto ni la admiración de los demás. Una mujer que había dejado de ser una persona válida y digna de amor y aceptación social. Neherenia vio “lo peor que puede pasarle a una mujer”, y eligió permanecer encerrada en su espejo si eso le asegura evitarlo.

La historia de Neherenia (igual que la historia de la madrastra de Blancanieves, igual que la historia de tantas otras) no es más que la hipérbole de poner el pilar de la aprobación social y de tu autoestima como mujer en algo tan subjetivo y efímero como el aspecto físico.